Era la década del ´60. Juana, joven madre de tres niños, vivía en una habitación que alquilaba en La Tablada con su marido, cuyo trabajo lo obligaba a estar ausente del hogar por largo tiempo, muchas veces de noche. Una tarde, la mujer deja a sus dos hijos mayores en casa de la abuela quedándose con el bebé, de esa manera podría adelantar las tareas de la casa tantas veces postergadas por las demandas de los niños. Las horas pasaron rápido esa tarde de verano catamarqueño, caluroso y pesado, con la ropa tendida y la casa limpia, se dispuso a calentar agua en el brasero para bañar al bebé; afuera, la noche se llenó de estrellas y de mosquitos, que según su decir “te devoraban vivo”. Sin luz eléctrica en la zona, las velas suministraban un gran alivio.
Doce de la noche y sin que su pareja llegara, se encerró. Dejando abierta una pequeña ventanilla en la parte superior de la puerta a modo de cruce de aire, puso una silla de traba y un tablón que la cruzaba en horizontal, porque el barrio no daba seguridad y menos para una mujer sola. Enlistó el fuentón y bañó al pequeño, lo secó y llevó a su cuna; el calor de la pieza subía cada vez más. Pensó en abrir el portal “sólo un poco para que entre aire fresco” … Se dirigió hacia la puerta, amagó con sacar la silla, pero un terrible gruñido, que la paralizó, proveniente del fondo de la vivienda, la hizo desistir. Volvió sobre sus pasos, buscando el brillo de la vela. Trató de no darle importancia y decidió terminar de vestir al bebé para luego tomar un baño ella, acostarse y esperar a su marido.
Ya en el agua, otra vez, los gruñidos, pero ahora acompañados de feroces rasguños en la endeble puerta.
Rápidamente tomó al niño entre sus brazos, suplicando que no llorara, rezando para que el perro o lo que fuese se alejara, orando para que su compañero llegara rápido; jamás se sintió más indefensa… luego el silencio absoluto.
Terminó como pudo de asearse, con su hijo en un brazo y con el otro tirándose agua para el enjuague…Con mucho temple, tratando de entender lo ocurrido, se metió en la cama. El calor no le permitía cerrar los ojos, la vela se terminaba y de repente las chapas de zinc del techo amplificaban el sonido de pasos y el raspar de uñas, algunas cediendo ante un peso considerable. ¿Cómo subió el perro al techo? Se preguntó. El animal trataba de entrar yendo de un lado a otro entre las chapas con notable ira, con furia en sus gruñidos desesperando a la mujer que miraba casi hipnotizada la tenue llama del candil que llegaba a su fin.
Los minutos se hacían eternos, la oscuridad de la pieza, el calor sofocante y la seguridad del bebé hacían rogar por el amanecer tan lejano aún. Lentamente, su vista fue hacia la pequeña ventana de la puerta, quería cerrarla, pero se le hacía inalcanzable. Tomó fuerzas sabiendo que su inesperado visitante seguía en el techo, caminó sigilosamente hacia la puerta, se subió a la silla y estiro su mano… De repente todo se estremeció y se sacudió tan bruscamente que pareció una explosión, los gruñidos y arañazos eran más violentos, que hizo temer a la mujer que las endebles maderas no resistieran más y sucumbieran ante tanta ira. Con dos saltos llegó a la cama, se aferró a su hijo, cerró los ojos y rezó “Padre nuestro…”
Cada palabra que ella pronunciaba parecía enfurecer más al ente que ahora castigaba el techo y la puerta a la misma vez, toda la habitación se estremecía ante sus embates. Juana siguió con su oración poniendo su alma en ello y con su voz cada vez más alto, hasta que solo se escuchaba a ella misma. El tiempo pasó… y aquellos ataques cesaron con el alba... La pequeña ventana le regalaba ahora la tenue claridad del nuevo día. Esperó un rato antes de decidirse a salir y lo hizo muy lentamente, escuchando antes de hacer un nuevo movimiento. Salió de la habitación con su niño en brazos y sintió una mezcla rara de alivio y alegría del sol en su cara.
Sin pensar mucho en lo que vivió, quiso retomar las tareas del hogar, pero se detuvo en seco al ver la puerta casi destrozada a dentelladas y marcas de garras, grandes surcos cubrían la totalidad de la madera. La mujer todavía conmocionada con aquella experiencia espeluznante relató a su marido lo vivido y con mucha insistencia logró que la familia, días después, se mude a la ciudad. Han pasado más de 40 años, la habitación aún existe, perdida entre enramadas y arbustos en un baldío En su puerta todavía están grabadas las marcas de esa noche. Historias similares se siguen contando por esos lares, desde entonces.
Francisco
Escribe: Maury Agüero Hace un tiempo, un grupo de jóvenes decidió
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