El Escalofriante Encuentro con un Duende en la Siesta Catamarqueña

Por Francisco

En la tradición catamarqueña, los relatos sobre duendes han sido parte integral del folclore local, cargados de valor histórico y veracidad. Este es uno de esos relatos, ocurrido durante una típica siesta veraniega a principios de los años 80, cuando un grupo de chicos, entre 10 y 15 años, decidió matar el tiempo explorando los alrededores del barrio.

La Aventura que se Transformó en Pesadilla

Los jóvenes, con hondas en mano, se aventuraron a cruzar el arroyo, alejándose de la mirada vigilante de los adultos, hasta llegar al campo de tiro del regimiento, un lugar que sabían estaba prohibido. Mientras caminaban por el terreno árido y caluroso, un misterioso silbido llamó su atención. Al seguir el sonido, descubrieron a un niño que parecía jugar con ellos, apareciendo y desapareciendo detrás de arbustos y rocas.

El juego continuó por un buen rato, pero conforme avanzaba la tarde y el sol comenzaba a ponerse, el ambiente se tornó inquietante. Los silbidos y las risas burlonas del niño se intensificaron, transformándose en carcajadas tenebrosas. De repente, los chicos sintieron que estaban siendo guiados hacia lo desconocido.

El Encuentro con el Duende

Aterrorizados, los chicos decidieron regresar al barrio, pero al voltear la mirada, uno de ellos vio algo que los dejó paralizados: un pequeño hombre, con un gran sombrero y brazos tan largos que casi tocaban el suelo, los seguía de cerca. Su risa se había vuelto frenética, empujándolos a correr desesperadamente. En un intento de defenderse, el mayor del grupo lanzó una piedra con su honda, pero el ser simplemente la recogió y la devolvió con fuerza, demostrando que no era un juego amistoso.

Desorientados y con el sol ya desaparecido, los chicos corrían sin rumbo, atravesando cactus y arbustos, con el único objetivo de escapar del campo de tiro. Finalmente, llegaron al barrio, y cada uno corrió a refugiarse en sus casas, llenos de pánico y agotamiento.

El Silbido que Nunca Cesó

«Fijiro», uno de los chicos, llegó a su casa con el corazón a punto de estallar. A pesar del regaño de su madre, se sintió aliviado de estar a salvo. Sin embargo, mientras intentaba calmarse tomando mate cocido, el terror regresó cuando escuchó, desde debajo de los pinos que bordeaban el barrio, el mismo silbido que los había perseguido en el campo: «fiuufiiiifiuuu».

Este relato, como tantos otros en Catamarca, nos recuerda que en las siestas veraniegas, las fronteras entre lo real y lo sobrenatural pueden volverse peligrosamente difusas.


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