La cita en el Cementerio
Jamás pasa nada en ese lugar, ya fui en varias oportunidades y nunca ocurrió nada. Esto le dijo Mario a Alejo,
cuando recibió la propuesta de realizar una visita en grupo, al
cementerio municipal. Hablando para
ZN, ahora
reconoce que en realidad le molestaba la posibilidad de ir acompañado por Alejo, según dice textualmente, porque no
era alguien con quien congeniara demasiado. Provenían de amistades muy distintas. Sin embargo, Alejo creyó
convencerlo de que fueran solos, para que sea más emotivo. La historia venía de antes, cuando Mario narró durante
una reunión, la experiencia sobrecogedora que había vivido una siesta en la que fue a llevar flores a la tumba de su
abuelo. Dijo que hacía mucho calor, y que por esquivar un enjambre de abejas desvió por una calle lateral del
camposanto por la que no transitaba nadie. De pronto escuchó lo que parecía ser la música proveniente de una cajita
musical.
Se acercó a un nicho que estaba sólo cubierto por el cemento, con un nombre escrito con tiza roja, y vio que, junto
a un humilde jarrón de plástico con unas flores marchitas, estaba la cajita musical. Mario se preguntó con qué tipo
de pilas funcionaría, y cuánto tiempo llevaría así, haciendo escuchar su música sin descanso. Luego continuó su
camino, rumbo a la morada final de su abuelo. Pero debió reconocer que quedó sugestionado, pensando aún de manera
inconsciente en aquella cajita musical, mientras rezaba por el descanso del alma de su abuelo. Destapó una lata de
cerveza para apaciguar los casi 40 grados de ese verano, y la bebió tranquilo, hasta que emprendió el regreso por el
mismo camino.
Pasó por el nicho sellado con cemento y se detuvo a mirar con curiosidad aquella cajita musical de color blanco, que
tenía la figura de un piano de cola. Le producía cierta intriga saber cuánto tiempo llevaría así, sonando sin cesar,
y se alejó hacia la salida, evitando otra vez el enjambre. Según comentó en aquella reunión de amigos, Mario le
preguntó a uno de los encargados del mantenimiento del
cementerio desde qué hora esa cajita musical estaba emitiendo
sus melodías, pero el hombre dijo no saber de qué le hablaba. Incluso cuando le preguntó en qué nicho había visto y
escuchado aquello, Mario lo guio hasta el lugar, pero al llegar todo estaba en el más sordo y mudo de los silencios.
Maaaaah, changos, tenemos que ir!, fue más o menos la muy catamarqueña expresión de Raúl aquella noche en el barrio
Libertador II. El vodka los ponía corajudos, y acordaron reunirse en la tarde siguiente, que era domingo, después de
la segura resaca. Según nos cuenta Mario en esta charla con Zona Negra, en aquella madrugada, el más interesado y
sorprendido por la historia había sido Alejo, que aseguró haber leído o visto en la tele algo muy parecido que
sucedió durante un relato paranormal. Sin embargo, el único que fue ese domingo al
cementerio a visitar otra vez a
su abuelo, fue Mario. Había pasado una semana desde aquel episodio y, esta vez no estaba el enjambre que lo había
obligado a desviarse, pero se desvió igual, y para su tremenda sorpresa, al ir acercándose al nicho en cuestión,
volvió a escuchar la melodía de la cajita musical.
Nos cuenta Mario que se le erizó la piel, de sólo pensar que hubiera algo capaz de hacerla funcionar durante casi
una semana. Pero, además, le resultaba increíble que nadie, ni un niño ni un ratero común, hubiera tenido siquiera
la tentación de llevársela, estando al alcance de cualquiera en el nicho más bajo. Recién entonces supo, para sí,
que no había comprado flores al ingresar. Es decir: estaba ahí sólo para sacarse la duda sobre ese aparatito. De
pronto pensó en el hombre que trabajaba en mantenimiento, y se volvió a buscarlo. Lo recordaba perfectamente por una
leve renguera, que bien pudo ser circunstancial. Al no encontrarlo, habló a otro, que regaba en una cuadra cercana,
y le pidió que lo acompañara hasta la cajita musical. Como una semana antes, al llegar ésta ya no hacía escuchar su
melodía. Nos cuenta Mario que ese trabajador municipal le advirtió que nunca había escuchado tal cosa, pero siendo
más sincero aún, no sólo no le creyó, sino que le habló sobre la posibilidad de que se tratara de algo sobrenatural,
que sólo se le manifestara a él.
Lo terrible, según Mario, comenzó a ocurrir al otro día, cuando se cruzó con Alejo, que venía caminando con otro
vecino que no era de la simpatía de él. Parece que Alejo ya le había contado a este otro chico lo que Mario narró en
la mencionada reunión de una semana atrás, lo que molestó mucho a nuestro entrevistado. Cuando Alejo volvió a
proponerle una visita en grupo, Mario le dijo que jamás pasa nada en ese lugar, ya fui en varias oportunidades y
nunca ocurrió nada... Vamos solamente los dos, insistió Alejo, y sólo para sacárselo de encima Mario le dijo que sí,
que esa noche a las 23 horas se encontraran en la puerta del
cementerio, porque iba a estar de guardia un conocido
que los dejaría pasar en ese horario, mucho más interesante.
Según nos cuenta Mario, esa noche a la hora señalada sintió el aviso en su celular por la llegada de un mensaje de
texto. Era Alejo, diciéndole: ya llegué, te espero. Mario continuó mirando su serie favorita en la tele. Casi media
hora después recibió otro mensaje, y leyó que era de Alejo: ¿vas a demorar mucho? aquí un empleado dice que, si
quiero, me hace pasar a ver ese nicho, porque lo conoce. No contestó. A las doce de la noche le llegó el tercer
mensaje: Mario, estoy esperándote en el
cementerio. Nos cuenta Mario que apagó el celular hasta despertar en la
mañana siguiente, cuando la madre de Alejo despertó a su familia para comentarles, llorando, que su hijo se había
suicidado esa noche, ahorcándose.
El cuerpo había sido encontrado en un lugar extraño, que no solían frecuentar, y la mamá de Alejo quería saber de
qué se trataban esos mensajes hallados por los investigadores en su celular. Obvio que no te implican, Mario, pero
queremos saber qué hacía mi hijo anoche en el
cementerio, esperándote, ¡¡y qué hizo después!! Nos relata Mario que
tuvo que ser sincero a medias, por un lado, reconociéndoles que se habían citado en ese lugar, pero al mismo tiempo
mintiendo que no pudo ir porque se sentía con terribles dolores de cabeza, y que no contestó a los mensajes porque
estaba sin crédito. Pero una tremenda angustia lo invadió cuando esa mujer, destrozada, se fue sin tener respuestas.
¿Por qué se habría matado Alejo? ¿Acaso había al fin ingresado al
cementerio con aquel supuesto guardia? Según la
mamá, nadie lo había visto en ese lugar, ni los guardias.
Cuando se cumplió exactamente una semana del suicidio de Alejo, en el barrio todo seguía siendo incertidumbre y
confusión. Ningún amigo había podido echar luz sobre su muerte. Esa noche, como una semana antes, Mario miraba la
tele cuando el celu le avisó la llegada de un mensaje. Vio el remitente en la pantalla, era Alejo. Leyó el texto:
Mario... estoy esperándote en el
cementerio. Nos confiesa Mario que el celular se le cayó de las manos, por el gran
susto. Corrió a mostrarle a sus padres lo que pasaba, y todos fueron inmediatamente a la casa de Alejo, suponiendo
que era una broma de mal gusto por parte de alguien que tenía el número de Alejo. Pero para mayor misterio, y
envuelta en un desconsolado llanto, la madre del desafortunado joven les mostró el teléfono de su hijo, desactivado,
con el chip sin colocar, y un certificado de cancelación de esa cuenta con la empresa telefónica, realizada un par
de días atrás. No hay respuesta tampoco para este hecho final, que no volvió a reiterarse, pero nos cuenta Mario
que... hasta que lo lleven muerto, no volverá a visitar el
cementerio. Cristina dejó su relato para Zona Negra a
través de Maury Agüero, que la entrevistó recientemente. Ella revivió una aterradora historia que la alejó casi
definitivamente del pueblo donde aconteció, Huaco, en Andalgalá. Dice que todo pasó en una época en que ella era
joven, no había luz eléctrica ni en las calles ni en las casas, y tenían para alumbrarse con lámparas a kerosene, a
gas. "Una noche estábamos durmiendo, y mi hermano se despertó a los gritos, diciéndonos que prendamos la luz. Nos
contó que sintió que una mano grande le tocaba el pecho, pero pensó que era un novio nuestro... te explico: éramos
ocho hermanas, yo adolescente, más cuatro varones, y mi hermano supuso que un chico nos buscaba a alguna de
nosotras, y que andaba tanteando... Entonces para darle una sorpresa, esperó que volviera a rozarlo y cuando sintió
otra vez que esa mano lo tocaba, la agarró buscándole también la parte del codo para tirarlo al piso, ¡pero se dio
cuenta que era solamente una mano! Y la arrojó al piso, haciéndola rebotar ahí, ¡y desapareció! A mi hermano le dio
un terrible ataque de nervios, y decidió al otro día venir a vivir en la ciudad capital".
Cuenta Cristina que "poco a poco nos empezamos a venir todos, porque no nos dejaban en paz... y cuando mi madre
también se vino, nunca pudo alquilar la casa, ni prestarla, y la dejó en manos de esa gente que no tiene vivienda, o
viven en la calle tomando bebidas alcohólicas, pero tampoco ellos podían permanecer ahí por más de dos días. Pasaron
los años, y yo volví de paseo cuando mi hijo mayor habrá tenido tres o cuatro años, los dos solitos en vacaciones de
verano. Llegamos a la tarde, la casa estaba totalmente cerrada, la abrimos y le dije a mi vecina que la dejara a una
de sus hijas que nos acompañara esa noche en la que recién llegábamos, y nos dijo que sí. Esa noche dejé la ventana
abierta porque había una luna hermosa, pero con el vidrio cerrado porque siempre es fresco a esa hora, aunque sea
verano. En la mesa de luz dejé una vela y fósforos a mano, con un vaso con agua, en fin... todo lo que podíamos
necesitar en la madrugada. Incluso crucé unos palos en la puerta, tomando todos los recaudos por si alguien
entraba..."
El relato de Cristina, a partir de allí, comienza a tornarse tenebroso: "luego me desperté cuando sentí que alguien
tocaba la mesita de luz... pensando que era la hija de mi vecina, le pregunté si necesitaba que le encendiera la
luz, pero no me contestó. Le consulté si necesitaba algo, tomar agua, o lo que fuera, y no me contestaba. Pero al
rato, de vuelta volví a escuchar lo mismo y deduje que no me quería contestar. Me di vueltas en la cama quedando
hacia el lado de la pared, donde dormía mi hijo, y me dormí... pero al rato me cansé de esa posición y quise girar
hacia el otro lado, y no pude... fui tanteando, y sentí el cuerpo de una persona grande, de un hombre... De a poco
mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad porque entraba, además, la luz clara de la luna, y pude ver a un
hombre de camisa blanca, durmiendo a mi lado... empecé a gritar! grité tanto que los vecinos vinieron, todos, y en
ese momento de pánico no me acordé de la vela, ni de los fósforos, ni de los palos en la puerta... sólo recuerdo que
vi a esta persona, un hombre rubio, que se sentó en la cama (aunque sólo se le veía hasta la cintura) y se levantó
en el aire hasta desaparecer!".
Es muy elocuente el final del testimonio de Cristina, que reaccionó acorde a las circunstancias: "yo tenía un
colectivo para volver a la ciudad a las doce del mediodía, pero a las ocho de la mañana ya estaba esperando en la
terminal, y no volví a Andalgalá durante 25 años... porque no me gustaría volver a pasar por lo mismo! Esto pasó
hace unos 30 años, y se decía que, en esa época, detrás de casa, había una casona enorme con forma de castillo que
ya se caía a pedazos, aunque habrá sido hermosa en su momento, donde vivían unos yanquis que cuando fue la Segunda
Guerra Mundial se alistaron y se fueron con lo puesto... y se cree que en esas fincas que eran suyas, quedó
enterrada parte de su riqueza, y se piensa que son los que todavía están custodiándola. Pero haya lo que haya, no me
gustaría encontrarlo, ni volver allá. Y si escucha este relato alguna persona mayor, me gustaría que hablara, y que
diga por qué razón cuando llegaba la noche no pasaban por frente de nuestra casa".
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